"¿Quién podría imaginar este rostro avejentado haciendo el amor y riendo hasta las lágrimas? Pero aquel no deja de ser un error distorsivo que murmura mi imagen acabada. Debo subrayarlo: mi corazón ha latido con la fuerza de la felicidad durante años y años y todo lo que he amado intensamente dejó huellas penetrantes en mí.
Mi imagen se muestra acabada. No así mi interior. Pero, en un mundo como el de hoy, ¿a quién le importa lo que hay adentro? ¿Quién mira lo que no se ve? Todo luce caído, surcado, con matices pálidos y canosos. Y si bien mis ojos aún reflejan la misma inocencia que antaño, en mi rostro juvenil se ha adherido una máscara demacrada de vejez. Mientras el peine de madera recorre mi cabeza de punta a punta, yo observo las arrugas verticales y horizontales que atraviesan cada centímetro de mi piel, la sombra negra, acentuada, debajo de cada uno de mis ojos, y mis hombros caídos, sostenidos en una espalda levemente encorvada.
Dicen que las marcas, las arrugas y los surcos en el rostro, son signos del envejecer. Por el contrario, para mí, la vejez comienza cuando los recuerdos cobran más importancia que las proyecciones futuras. Cuando uno deja de soñar en futuro para pasar a recordar en pasado..." Del libro "Las diez y diez de Menjak". Daiana Slipak.
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jueves, 4 de septiembre de 2014
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